Una noche tormentosa y trágica de 1875, doña Juliana Domínguez comenzó con labores de parto. Eran las tres de la mañana y llovía torrencialmente sobre la Puebla colonial.
Sin embargo, el tiempo apremiaba; por lo que su esposo, don Anastasio Priego, un acaudalado hombre de la ciudad, no dudó en tomar su sombrero, su capa y su espada para ir en busca de doña Simonita, la partera.
Ante la lluvia y la inseguridad que representaba salir de madrugada, sus trabajadores insistieron en acompañarle; pero dueño del Mesón de Priego se negó y a cambio, ordenó que prepararan todo lo necesario para cuando volviera.
Ya de camino, don Anastasio tomó rumbo hacia la Parroquia de Analco (que por aquellos tiempos también era panteón) y cruzó entre el lodo hacia la calle de Santo Tomás –hoy, 5 Oriente– alumbrado sólo con una lámpara de aceite.
Cuando llegó al antiguo callejón de Yllescas (12 Sur, entre 3 y 5 Oriente), fue sorprendido por un hombre que aprovechó la oscuridad para amenazarlo con una espada y exigirle que tomara una decisión: entregar su oro o perder la vida.
“¡Ni lo uno, ni lo otro!”, respondió a don Anastacio, quien para mala fortuna del asaltante, era reconocido en Puebla por sus habilidades en el arte del esgrima y pocos se atrevían a retarlo.
Así, el habilidoso espadachín dio un salto, desenfundó su arma y tras hacer una finta, atravesó el corazón del malhechor, quien quedó tendido a media calle.
Don Anastacio no esperó a ver el final del otro hombre. Llegó por doña Simonita y decidió volver a casa por otro camino, tomando el puente de Ovando… Llegaron justo a tiempo para recibir a un hermoso par de gemelos.
Una vez que doña Juliana tenía a sus pequeños en brazos y la labor de la partera había concluido, don Anastacio la llevó de vuelta a su casa y esta vez, su curiosidad le llevó a caminar por el lugar donde había matado al asaltante.
Encontró que el cuerpo seguía ahí, rodeado por curiosos que rogaban por su alma y que desde entonces,comenzaron a llamar al sitio como “el Callejón del Muerto”.
La gente también aseguraba que si alguno caminaba por ahí a altas horas de la noche, el espíritu en pena del asaltante se aparecía.
Por esa razón, se mandó a colocar una cruz blanca y don Marcelino Yllescas, uno de los vecinos, mandó a oficiar misas por el descanso de su espíritu; pero la medida no surtió efecto
El tiempo pasó y el fantasma del ladrón siguió en el sitio hasta que una tarde de agosto, un hombre se acercó al padre Francisco Ávila en el templo de Analco, le tomó del brazo y le rogó que le confesara.
El sacristán estaba por cerrar el templo; pero el padre “Panchito”, como le llamaban cariñosamente, pidió que dejara abierto y accedió a entrar al confesionario.
Pasado un buen rato, el sacristán entró a la parroquia; pero ni el sacerdote ni el hombre estaban ahí.
Al día siguiente, el clérigo faltó a su habitual misa de siete de la mañana; lo que llevó al sacristán y al párroco de la iglesia hasta la casa del padre Francisco, a quien encontraron gravemente enfermo de tifo y sumamente alterado.
Entonces, el párroco decidió confesar al sacerdote, quien aseguró que había dado la absolución a un hombre muerto desde hacía mucho tiempo, que “venía con permiso de Dios” a buscar perdón y descanso eterno.
Al día siguiente, el sacerdote murió por la impresión de haber visto desaparecer a tal hombre, luego de recibir el indulto; pero su acción terminó con la pena de aquel asaltante, quien no volvió a aparecerse más, aunque el lugar de su fallecimiento siguió conociéndose como el callejón del muerto.
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